Enrique llevaba unas horas esperando, cuando vio a una delgada y atractiva dama avanzar por la acera de la Estación Central, junto a los trenes. Fumaba desenfadadamente un cigarrillo en una larga boquilla, y las blancas perlas de su collar contrastaban con su oscuro traje: Caminaba como si fuese la dueña del lugar. “Hola, tío” lo saludó. “¡Emiliana! Pero qué grande estás…” exclamó, recorriéndola con la mirada. Ambos abordaron el coche dormitorio del último carro del tren.
A pesar de que el ferrocarril era de carga, tenía un camarote exclusivo para ellos; todo un lujo que su tío podía costear. El azafato llamó a la puerta; el escuálido muchacho traía un vino en un cubo con hielo: “A una mujer hermosa hay que agasajarla como se merece” la aduló el hermano del difunto Erasmo. Ella sonrió coquetamente, al tiempo en que el tren comenzaba su marcha. “Tienes pintura en el zapato” exclamó él. “¿Cómo?”. “Ahí. Tienes pintura en el zapato”. A pesar de las precauciones, unas gotas de la sangre de Rebeca habían salpicado justo donde la pantimedia hacía contacto con el calzado. Ella hizo un gesto, restándole importancia.
Con una copa en la mano, observó pacientemente cómo su tío ordenó un par de botellas más, hasta emborracharse. “Tengo algo que te interesará” ofreció éste, levantándose torpemente del asiento, y abriendo el compartimiento de arriba. Mientras buscaba, de entre sus cosas cayó una pistola: “Esa es por si te me pones difícil” amenazó el borracho. “A ver, a ver… Aquí está. Es el testamento de tu padre; el muy perro no me dejó nada, todo es para ti”. Lo ofreció a la joven pero, cuando ella extendió la mano, lo alejó rápidamente: “No, no” lo guardó en su chaqueta, “no es tan fácil. Tienes que hacer algo por mi primero” y, acercándose, le dio un apasionado beso. Acto seguido, la empujó hacia los asientos-cama. “Aquí no” replicó ella, levantándose seductora, “vamos afuera”.
Al llegar al pequeño espacio al final del carro, al hermano de Erasmo le parecía ser el protagonista de una película de romance, y se visualizaba haciendo el amor con esa bella muchacha en el balcón del tren. Con esto en mente, se abalanzó sobre su sobrina, pero ella se hizo a un lado, como un torero que capea al toro. La pasión del hombre le jugó una mala broma: Quedó colgando de los delgados barrotes. El miedo hizo desaparecer de inmediato su embriaguez. “¡Emiliana, ayúdame!” suplicó, desesperado por no caer. “Tienes que hacer algo por mí primero” respondió ella, dibujando una sonrisa en su rostro, y metiendo la mano en la chaqueta de su tío, sacando el testamento. A continuación, lo cogió por la camisa a la altura del pecho; él se esforzó creyendo que lo ayudaría. Un estruendo, que fue tragado por el del tren, tomó por sorpresa a Enrique Valencia. Acto seguido, sintió que su estómago y pecho se quemaban; no tuvo la precaución de recoger la pistola minutos atrás… Luego de dispararle a quemarropa, empujó a su último pariente hacia las vías, y fue hasta su camarote. Cuando el tren avanzó un poco más, regresó afuera, maleta en mano; la noche era fría, e incontables estrellas y la luna proyectaban su sombra y la del tren sobre el campo. Como si se fuese a deshacer de alguien tan perverso como Rebeca o Enrique, arrojó su equipaje, con el hábito ensangrentado. Aquella era… Una despedida de su antigua vida. La legendaria Emiliana Valencia nacía.
En la mañana, el joven azafato le trajo un intenso café, que dejó caer por error. “Perdón, señora; lo serviré de nuevo” se disculpó el nervioso muchacho. “Que lo traiga otro” ordenó ella. Pasado un momento, otro empleado del ferrocarril llegó con su café, que saboreó mientras guardaba el testamento en su bolso de mano. Bajó en la estación terminal de Pisagua. Estaba ansiosa de ver a Juana.
Allí esperaban Rosalía y el pequeño Serafín, la devota esposa e hijo de Enrique. “No lo he visto desde que desperté” respondió a su tía política, tras el oscuro velo de su sombrero; “esperemos que esté bien” agregó, persignándose, y acompañó a la mujer a la policía norteña a hacer la denuncia de la desaparición. “¡Por favor, búsquenlo! ¡Soy amiga del juez Baltazar Beltrán, y del Jefe de Policía Jeremías Valdebenito! ¡Tal vez ellos puedan agilizar la búsqueda!” suplicó entre lágrimas la pobre Rosalía al policía que tomó su constancia.
Terminado ese trámite, Emiliana la acompañó a la iglesia a rezar porque el hombre apareciera.

10/1/2025