La Rosa Alvarado

Se llamaba La Rosa,
de Alvarado apellí’o.
Campesina buenamosa;
pero no se equivoque mi amigo;
¡como leona paría mañosa!
del campo sabía los dichos;
al huaso que la adulaba,
¡en tres tiempos dejaba callaíto!

El monte era su casa;
a sus anchas por él andaba.
Mañanas enteras en la murta
hasta que el canasto llenaba.
Otro tanto en la mosqueta
que en sacos de harina colaba.
De murta y de mosqueta,
¡más ricas no hay mermeladas!
¡Cuánta aprendiz de este arte
dejó La Rosa desperdigadas
por allá en el sur de Chile,
que todavía hoy la extrañan!

Tenía sus animales;
gallinas, ovejas y vacas.
¡Pa’ rescatar sus ovejas,
a’onde fuera iba a buscarlas!
¡Del mismísimo hocico
al león se las quitaba!
Con esa lana blanca
a todos chombas les hacía;
con el huso y la tortera,
¡hasta bien tarde tejía!
Y magia parecía
cuando llamaba a las vacas:
¡Como un cristiano entendían,
corriendo a ella venían!
Bien temprano las ordeñaba,
¡sus guenos baldes llenaba!
Y el resto era pa’l ternero,
que al la’íto de Rosa esperaba.

Cargada de murta y mosqueta,
y de leche varios baldes,
partía rumbo a su bote;
Pero no sin despedirse antes
de su madre criadora…
¡Su abuela pos compadre!
¡Nunca una nieta a su abuela
le tuvo amor tan grande!
¡Cuánto cabro afortuna’o
por su abuela ha sido cria’o!

Celeste tenía un bote,
una chalupita ligera,
pero colleriaba con las olas;
¡era igualito a su dueña!
Juntos cruzaban pa’ Tres Espinos,
pa’ Niebla y pa’ Mancera.
A puro remo con su bote
iba dejando una estela;
y si les salía viento sur,
¡Rosa le ponía una vela!
Timoneaba con un remo,
¡así rapidito se llega!

Las viejitas de las islas
poco antes del mediodía,
con sus canastos esperaban
a la muchacha sanjuanina
que les traía de un todo
desde el otro lado de la bahía;
cilantro, chalotas, perejil,
poroto verde, murta, mosqueta,
leche pa’ hacer el queso,
¡y sobre too, buena conversa!

De vuelta se iba pescando,
al puro pinche, con gusano.
¡Pejerreyes, cabrillas, merluzas,
y unos tremendos robalos!
Tomaba rumbo pa’ Corral,
el botecito bien amarrao
al lado del fuerte dejaba
y bien tapaos sus pescaos.
Compraba donde su tocaya la Rosa Peña
un saco grande de harina,
y al hombro se lo echaba,
hasta el bote lo cargaba.
Y volvía rumbo a su casa;
remando y silbando iba;
un cigarro tenía
por única compañía.

Pero si todo esto le parece
no más un cuento campesino,
dese una vuelta por San Juan
y pregunte a los más viejos, sus vecinos:
“¡Corriendo como el viento,
a caballo la hubiesen visto
pasar galopando por el camino,
sacando chispas del ripio!
Hasta Naguilán llegaba,
pasando por Los Morritos.
La mejor jinete de la región,
esa que ahora llaman “Los Ríos””.

Quería ser pianista;
fue su sueño desde cabra,
pero a falta del piano,
¡buena era la guitarra!
Le gustaban los tangos, las milongas,
¡y las polkas de Violeta Parra!
Mirando aprendió a leer,
y las notas del pentagrama.
Su padre, don Dámaso,
cantando la acompañaba.

La mamá de Rosa no estaba;
de chica la dejó con el padre.
Algunos dicen que el viejo era el malo;
otros, que la madre era culpable.
Creció con esa espina
clavada en el corazón.
Y a lugar donde iba
a la madre siempre buscó.
¡La fue a pillar en Temuco!
La iñora viejita estaba.
¿Y usté cree que algo de rencor
en su corazón Rosa guardaba?
¡La abrazó como una cría,
el pasado no le importaba!

No tenía La Rosa ambiciones,
una pura cosa pedía en rezos:
Dejar en pie una casa bonita
pa’ to’os sus hijos y sus nietos.
¡En cuanto invierno estuvo clavando
con los de’os entumí’os
cada tabla de su rancha
pa’ dejársela a sus críos!
“Pa’ que tengan donde venir a verani’ar
cuando yo ya me haya ido”.

El tiempo a todos alcanza,
aun al caballo o al bote más ligero.
Cuando La Rosa se fue al cielo,
un día 27 de enero,
el cura habló en la misa
lo que ahora estoy diciendo:

“Labores fatigosas son estas las del campo.
Al picar leña, a mí me duelen las manos.
Y dicen que La Rosa,
¡completo trozaba un árbol!
Cuentan los marinos
que cerraban la bahía
cuando había temporales;
que en la mar embravecida
ni los buques gigantescos
a navegar se atrevían.
“Allá va La Rosa”
los corraleños decían.
Se persignaban cuando el bote
entre las olas se perdía,
y de nuevo asomaba;
allí iba la sanjuanina
cargada en su bote
de sacos de harina
pa’ pasar el invierno,
que en el sur cosa es bravía”.

Dijo el cura que nunca tan llena
desde que llegó al pueblo
la iglesia había visto;
eso lo terminó convenciendo
que lo que de Rosa se decía,
cada cosa, era cierto.

Puede creer que por la rancha
cuando a su dueña ya no vieron,
se agarraron varios del moño,
¡sus buenas roscas hubieron!
“Que esa tabla es mía,
que de ese clavo soy dueño”.
Se acabaron de un santiamén,
cuando la consumió un incendio.
Yo creo que recién ahí
los que no entendían, entendieron.

Le doy testimonio iñor,
que de todo lo aquí conversa’o,
cada palabra es verdadera:
A esta mujer he contempla’o.
Yo mismo anduve cuánto tiempo
caminando por el monte a su la’o.
¿No le digo que es de afortuna’o
por la abuela haber sido cria’o?
Así se compone una leyenda;
la de La Rosa Alvarado.